Ambos hermanos eran conocidos en el medio por su debilidad: eran bolos. De la cima que alcanzaban con su gran talento, caían de repente en un gran abismo que los absorbía por tres, cuatro días: ¡desaparecían! Llegó el punto en que los jefes, compañeros de trabajo ya no se preocupaban: "Debe andar chupando... ya agarró furia otra vez...", eran los comentarios. Y era así como conseguían y perdían el trabajo. Una y otra vez.
La única que nunca dejó de preocuparse fue la madre. Conocedora de las debilidades de sus hijos, los esperaba hasta altas horas de la madrugada, el amanecer, el día siguiente. Nunca perdía la esperanza. Y si con la vida debía recuperarlos, ¡con la vida lo haría!
Fue así como salió una noche a buscarlos, vehemente, luchadora, recorrió calles, avenidas, calzadas, bares, deseando encontrarlos, ¡como estuvieran! Tirados, sucios, vomitados, la única que no se asquearía por levantarlos sería ella. Los levantaría y los traería a casa una vez más...
Sólo que esta vez, fue a ella a la que tuvieron que levantar. Enceguecida de dolor no vio el vehículo que se abalanzó sobre ella. Esta vez no regresó.
Esta vez no fue ella la que encontró. Tuvo que ser encontrada.
Dicen que uno de los hermanos había jurado no volver a tomar... pero cada vez que recuerda a su madre, que por salirlo a buscar perdió la vida, el remordimiento no lo deja en paz y lo único que mitiga su dolor... ¡es seguir chupando!
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