24 de noviembre de 2011

Darcy McGuire

Tengo una manera muy particular de decir las cosas. Franca, clara y directa - muy poco política, dirían algunos. Para los españoles, ideal.

A veces lo atribuyo a mi crianza, que estuvo en un 80% influenciada por mi padre, de los 0 a los 12 años. Solía ser recio, intolerante, le desagradaban mucho las blandeces y los rodeos. Para él, al pan se le decía pan y al vino, vino. Así nos hablaba y así había que hablarle. Crecí creyendo que todo se debía decir sin anestesia y que era, con mucho, lo mejor.

Al divertirme, también demuestro con total desparpajo todo aquello que me causa gracia. Suelto risotadas, levanto la voz, expreso sin timidez mis sentimientos con gestos y ademanes exagerados.
De más está decir que estas actitudes me han granjeado no pocas enemistades.

Al caminar denoto seguridad con pasos largos y sin ver a los lados. Esto lo hago para no tropezar. La aparente seguridad no es más que un disfraz para mi inseguridad.

Todo lo anterior, aunado a mi apariencia: alta estatura y fuertes proporciones, da como resultado una fémina muy poco femenina. Y sumado al hecho de permanecer soltera... toda mi personalidad se ha prestado a muchas malas interpretaciones... sí, en cuanto a mis preferencias.

Algunos me lo han dicho de frente: «Seguramente sos les». Otros lo denotan con el trato. Tal vez lo han hecho para que les demuestre con hechos que no lo soy.

Que la gente piense lo que quiera. Es una lección que me costó mucho tiempo aprender pero que debería ser de las primeras para sobrevivir. Ni me ofendo, ni me defiendo. Incluso me permito imaginar; ¿y qué, si lo fuera?

Para mis adentros, prefiero identificarme con el magnífico personaje de Darcy McGuire, interpretado por Helen Hunt en "What Women Want". Ella sufre por ser tan honesta y a veces se arrepiente. Pero decir lo que uno piensa y siente es una garantía de transparencia y no de apariencia.

Eso sí: los sinsabores de días pasados me han enseñado a pensar un poco más las cosas antes de hablar. He llegado incluso a adornarlas con "merengue, chocolate y guindas", como hacemos todos los latinoamericanos, según una conocida española.

24 de abril de 2011

El Hombre "Pavo Real"

Foto cortesía de Oregon Zoo.
Antes, éramos las mujeres las "bellas" de la especie...


El pasado 20 de abril, Miércoles Santo, paseábamos por el Malecón del puerto La Libertad, los delegados de comunicación social salesiana durante un momento de esparcimiento. Habíamos llegado a El Salvador el lunes 18 para un encuentro que duró hasta ese día.

Caminábamos de regreso hacia el muelle mi amiga Ligia y yo, que somos ya señoras de cuatro décadas, según Arjona. No obstante, un muchacho veinteañero -si se puede menos- nos vio venir, respiró hondo inflando el pecho y sacó a relucir sus pectorales. Dudé si lo haría para lucirse con nosotras. Salí de dudas cuando pasamos a su lado y, para no pasar inadvertido, extendió ambos brazos a todo lo ancho... ¡casi se podía decir que en ademán de alzar el vuelo... y con riesgo de darnos un manotazo!

¡Cuánto me recordó a los pavo-reales, que despliegan su hermosa cola para llamar la atención de alguna hembra!

Hace algunas décadas, para explicar las diferencias de las especies, los versados en la materia decían que entre los animales, el macho era más bello que la hembra. A diferencia de los humanos, en los que, por default, las hembras son las bellas (con excepciones, claro). Ahí tenemos al quetzal y al pavo real, por ejemplo. Y, en la fase de apareamiento, el macho se luce con toda su belleza para atraer a la hembra. El hombre, en cambio, se valía de demostraciones más refinadas para conquistar.

Hoy no.

Los varones ya no buscan la belleza afuera de ellos, sino más bien desean exhibir la propia y atraer así, a las damas.

Es un cambio total de época: los que antes conquistaban, ahora quieren ser conquistados; los que antes se decían "entre más feo, más hermoso", quieren ser ahora los bellos, et cætera.
Si me hubiera percatado de esto antes, no estaría tan extrañada. Ya, bajando libros, recuerdo a uno que otro que se paseó delante de mí con aires arrogantes o se me coló en alguna fila buscando llamar mi atención y yo... ¡ni los tomé en cuenta! Otras veces, me ofendía su arrogancia o atrevimiento...

¡Qué risa me da hoy! Si tan sólo hubiera captado su poca sutileza en aquel entonces, hoy tal vez sería la conquistada... o conquistadora.

10 de marzo de 2011

Amor de madre...

Hace algunos años me tocó trabajar con dos hermanos, en lugares diferentes y épocas distintas. Ambos eran unos verdaderos artistas con el pincel, el marcador... su trabajo era hacer ilustraciones para agencias de publicidad.
Ambos hermanos eran conocidos en el medio por su debilidad: eran bolos. De la cima que alcanzaban con su gran talento, caían de repente en un gran abismo que los absorbía por tres, cuatro días: ¡desaparecían! Llegó el punto en que los jefes, compañeros de trabajo ya no se preocupaban: "Debe andar chupando... ya agarró furia otra vez...", eran los comentarios. Y era así como conseguían y perdían el trabajo. Una y otra vez.
La única que nunca dejó de preocuparse fue la madre. Conocedora de las debilidades de sus hijos, los esperaba hasta altas horas de la madrugada, el amanecer, el día siguiente. Nunca perdía la esperanza. Y si con la vida debía recuperarlos, ¡con la vida lo haría!
Fue así como salió una noche a buscarlos, vehemente, luchadora, recorrió calles, avenidas, calzadas, bares, deseando encontrarlos, ¡como estuvieran! Tirados, sucios, vomitados, la única que no se asquearía por levantarlos sería ella. Los levantaría y los traería a casa una vez más...
Sólo que esta vez, fue a ella a la que tuvieron que levantar. Enceguecida de dolor no vio el vehículo que se abalanzó sobre ella. Esta vez no regresó.
Esta vez no fue ella la que encontró. Tuvo que ser encontrada.
Dicen que uno de los hermanos había jurado no volver a tomar... pero cada vez que recuerda a su madre, que por salirlo a buscar perdió la vida, el remordimiento no lo deja en paz y lo único que mitiga su dolor... ¡es seguir chupando!